Resulta difícilmente explicable que el presidente abandonara su despacho oficial en el Palacio de La Moncloa, en los días siguientes al brutal atentado de Barajas, para irse a su refugio de Doñana. La explicación más piadosa es que estuviera sobrecogido por la magnitud de la tragedia y por la frustración de las esperanzas que los españoles habían depositado en este proceso de paz que ha sido clausurado, solemnemente, por Alfredo Pérez Rubalcaba. Tal vez el ejercicio del poder enturbie los reflejos y disminuya la capacidad de reacción, pero cabría haber esperado que el presidente del Gobierno se personara en el aeropuerto de Barajas, inmediatamente después del atentado, para mostrar su solidaridad personal con los familiares de las víctimas, animar a los bomberos en su desesperada labor de salvamento y dar confianza a los ciudadanos. Ayer, por fin, el presidente pareció recuperar la iniciativa con su traslado al lugar donde las familias de las víctimas ejercen su duelo y buscan los cuerpos de sus deudos.
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